Escrito por: Sofía Torres
Hace años, en una tarde aburridísima me encontré el DVD del “Ladrón de Bicicletas”. La sinopsis estaba en otro idioma y creí que era una comedia porque según yo “¿qué historia de un padre y su hijo podía ser triste?”, pero resultó ser un drama y pocas veces he llorado tanto con una película como con ese clásico. Esta película dirigida por Vittorio De Sicca fue mi introducción al cine italiano tan vivo en emociones, con una cámara muy cercana a la gente, una producción de postguerra. “El ladrón de Bicicletas” pertenece a una corriente cinematográfica llamada el Neorrealismo Italiano: cine hecho con luz natural, actores no profesionales y aprovechando cada metro de película tan escasa después de la guerra, una corriente que retrata desde la ficción lo más dramático de la realidad. Poco después llega Federico Fellini, joven cineasta y caricaturista que se formó en este periodo y que se estrena en la industria con lo que se conocerá como el Neorrealismo Rosa, un cine con un destello de magia que será el preámbulo de su estilo mucho más próximo de lo circense, de la nostalgia y la inocencia de la niñez. Cuando vi Roma volví a la sensación que tuve al ver “El ladrón de Bicicletas” y “Las noches de Cabiria” de Fellini: el alivio minúsculo después de un llanto incontenible.
Para muchos es una ofensa la inmediata distribución de esta película en la pantalla chica y hay quienes se fastidian de que un análisis político-ideológico venga a joderles su cinefilia y la verdad es que Roma es buen cine aunque no es perfecto. Han habido lecturas de la película desde muchos puntos de vista, incluído uno en el que se ve a Sofía y Cleo como protagonistas de una historia que cuenta cómo estas mujeres superan los obstáculos que se les presentan… ¡Y no! Roma es la historia de Cleo: es ella quien abre y cierra la película, es su historia la que pone clímax y desenlace, es su vida la que se entreteje con los capítulos de la Historia con mayúscula de México en los 70s. La protagonista de Roma es una empleada doméstica a la que vemos lavar, limpiar y cuidar a los niños de la casa, no es una cenicienta que termina convirtiéndose en princesa ni cualquier otra versión que revele que en realidad tiene un destino fuera de lo común. Cuarón no cede a la fantasía hollywoodense de la imprescindible historia de superación y, como lo hacía el neorrealismo, Roma demuestra que la vida de Cleo no es una historia que sólo sirve de margen para otras. De hecho el director nos permite encontrar poesía en los gestos más banales del cotidiano. La escena de inicio es quizás el mejor ejemplo cuando Cuarón convierte un piso de baldosa siendo lavado en una orilla con olas de jabón viniendo de a poco, primero desde el sonido hasta llegar al cuadro presentado al público.
Se ha comparado esta película de Cuarón con Buñuel por su decisión de hablar de los marginados tal y como hizo el español con su film de 1950: “Los Olvidados”. Roma es el relato arquetípico de una telenovela y sin embargo es su opuesto absoluto pues no es el cuento de la muchacha que sufre y al final termina con el niño rico. La heroína de esta historia habla en mixteco y cuando recuerda su pueblo lo hace con nostalgia por los grandes espacios verdes del campo. Cleo es un retrato de la migración interna de México, de una clase pobre conviviendo con la clase acomodada de la capital sin sobrepasar los límites marcados para cada una, limites visibles en los espacios que habitan: las empleadas comen en otra mesa, duermen en un cuarto fuera de la casa y sin derecho a usar luz, incluso el festejo de navidad tiene lugar en una especie de subsuelo de la casa principal.
Roma también tiene un aire de Fellini por su evidente homenaje en la escena del túnel cuando Cleo está en labor de parto, escena espejo del inicio del sueño-pesadilla de 8 y medio. También de Truffaut, cineasta de la Nouvelle Vague, cada vez que la cámara recorre las calles de México al ritmo de los pasos de Cleo como Antoine Doinel en Los 400 Golpes, y la fascinación de ambos por el mar como un gran encuentro. Pero Roma es mucho más que todas las referencias que pueda hallar un cinéfilo, o la excelentísima composición de sus planos o el cuidado con que la luz dibuja cada imagen. Roma es una transición y un recordatorio: una transición al cine en nuevos formatos y formas de producción, y un recordatorio de lo que logra una cámara al darle voz a una situación ignorada.
No creo en la idea del arte por el arte, en una obra pura concebida lejos de lo que pasa en el mundo. El cine como todo está atravesado por el contexto, por la historia de sus creadores, por las relaciones de poder de nuestra sociedad y es eso lo que tanto me gusta de Roma. Es una película que abraza todos estos elementos y construye desde ellos: un estado violento que asesina estudiantes, una sociedad racista y clasista que menosprecia el trabajo doméstico y de cuidado, una realidad machista que exonera a los hombres de consecuencias y responsabilidades. Esta es una obra cinematográfica cargada de magia, hermosa hasta en sus detalles más desgarradores, construida narrativamente de forma en que la anticipación con la que podemos adivinar el desenlace alarga nuestro sufrimiento como espectadores y amplifica nuestra empatía. Podemos preguntarnos:
¿Por qué es tan molesto para algunos ver a Yalitza Aparicio en la portada de Vogue? ¿Por qué es tan raro que la protagonista sea una empleada doméstica con una vida de empleada doméstica sin otros giros espectaculares? ¿Por qué esta montaña rusa de emociones nos deja al final en la misma terraza en la que empezamos con nada más que un destello de esperanza? ¿Para qué pasar por tanto y al final sentir que no ha cambiado casi nada?
Estamos frente a una película que cuenta las contradicciones perversas, como lo ha dicho su director, de las relaciones de las altas clases con la clase trabajadora. Es un mea culpa con el que el mundo puede identificarse y reflexionar, y esa oportunidad de cuestionarse es razón suficiente para verla.